Vinum Sabbati (Vinum Sabbati) es un
relato de Arthur Machen que integra una de sus
antología de cuentos de terror más conocidas:
The three impostors, publicada por primera vez en 1895.
Vinum Sabbati es el nombre que los traductores han pensado para el
relato; pero su verdadero nombre es, increíblemente,
The Novel of the White Powder.
El este
relato,
Arthur Machen comienza a experimentar con una clase de
horror bastante extraño, aunque con los ingredientes clásicos del género, es decir, con aquellos que los lectores habituados a la
literatura de terror esperan.
Por un lado tenemos al observador de la tragedia, en este caso una dama;
a un hombre que comienza a sufrir y a mutar su comportamiento tras
ingerir una sustancia blancuzca. Posiblemente, el lector ácido quiera
atribuirle a esta sustancia un origen orgánico, sin embargo
Arthur Machen fue muy riguroso con la procedencia artificial del polvo. Ahora bien, otro personaje inevitable es el médico, que como el
Van Helsing de Drácula, es un vehículo entre lo sobrenatural y la razón; que finalmente termina por dar sentido a las aberraciones que plantea el
cuento.
Digamos que este
relato de Arthur Machen
no es su mejor faceta. Sin embargo, hay que considerar que el terreno
en el que se aventuraba era prácticamente virgen. El mundo y sus
lectores estaban habituados a monstruos de diversas clases, pero
difícilmente concebían la idea del
mal, del
horror,
en la imposible anatomía de un ser gelatinoso, carente de estructura
ósea. Como experimento es una intento loable, un umbral sólido donde
otros, abrevando en los aciertos y errores de
Arthur Machen, tejerán sus
historias cuyos engendros son a menudo indescriptibles.
Vinum Sabbati.
The Novel of the White Powder; Arthur Machen (1863-1947)
Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester,
distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una
compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india.
Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de
una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se
quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha
llamado el gran
mito del
Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia
todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los
hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba
la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la
casa para convertirse en abogado.
Al principio, estudiaba durante diez horas diarias; desde que el primer
rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde. Sólo
dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara
el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo
cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería
perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus
libros,
pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir. Hablé seriamente
con él, le sugerí que tomara un descanso, aunque fuera sólo una tarde
de ocio leyendo una
novela; pero
él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del
régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de
pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no
parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría
por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en
sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se
encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de
vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en
sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.
-Me cuidaré -dijo-, no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer
nada, recostado en ese cómodo sillón que me regalaste, y garabateando
tonterías. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos
semanas, ya verás.
Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba,
sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de
abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba.
Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me
asustaba la irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada.
Lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin
llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor. El doctor Haberden me
animó, después de la consulta.
-No es nada grave -me dijo-. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los
libros
con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga
trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso.
Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado
una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.
Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la
receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda. Pero Francis le
tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la
escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido
tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la
comida y la cena. Era un polvo blanco de aspecto común, del cual
disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se
diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio,
Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su
rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la
universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había
perdido el tiempo.
-He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho -decía riéndose-;
creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré
canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París,
nos divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la
Biblioteca Nacional.
He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.
-¿Cuándo nos vamos? -pregunté-. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.
-No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía, y
supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su
propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu
francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que
eso no nos servirá de nada.
Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador, como, si fuera un vino de la cava más selecta.
-Tiene algún sabor especial? -pregunté.
-No; es como si fuera sólo agua-. Se levantó de la silla y empezó a
pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
-¿Vamos al salón a tomar café? -le pregunté-. ¿0 prefieres fumar?
-No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable. Mira
ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las
casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de
vuelta, pero me llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te
veo más tarde.
La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la
calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor
Haberden por esta mejoría. Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde
aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen
humor.
-Caminé sin pensar adónde iba –dijo gozando de la frescura del aire, y
vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más
transitados. Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un
antiguo compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por
ahí a divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He
descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. Me he citado
con Orford para esta noche; algunos amigos nos reuniremos en el
restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las
noches oiré las campanadas de las doce. Y después tú y yo haremos
nuestro pequeño viaje.
Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se
convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los
barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en
un excelente crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya
de París, pues claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me
alegré, pero no dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba
algo que me desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio
sobrevino poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero
yo ya no le oía hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando
desayunábamos juntos, lo miré de pronto a los ojos y vi a un extraño
frente a mí.
-¡Oh, Francis! --exclamé- ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?
Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré
llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y
por un extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por
primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante
mí: las nubes, como una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre.
Sin embargo, luché contra esos pensamientos, y consideré que tal vez,
después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de
comer, decidí presionarlo para que fijara el día de comenzar nuestras
vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente, y mi hermano
acababa de tomar su medicina, que no había suspendido para nada. iba yo a
abordar el tema, cuando las palabras desaparecieron de mi mente, y me
pregunté por un segundo qué peso helado e intolerable oprimía mi corazón
y me sofocaba como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.
Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la
penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían
entre sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver
la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo
comenzó a enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan
bien recordaba; y en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles
de casas apareció el horrible resplandor de las llamas: espeluznantes
remolinos de nubes retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises
como el vaho que se desprende de una ciudad humeante y una luz maligna
brillando en las alturas con las lenguas del más ardiente fuego, y en la
tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano;
las palabras apenas se formaban en mis labios, cuando vi su mano sobre
la mesa.
Entre el pulgar y el índice tenía una marca, una pequeña mancha del
tamaño de una moneda de seis peniques y el color de un moretón. Sin
embargo, por algún sentido indefinible, supe que no era un golpe.
¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el
horror
me invadió al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era
un estigma. Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se
oscureció como si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió,
me encontraba sola en la silenciosa habitación. Poco después, pude oír
cómo salía mi hermano. A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y
fui a visitar al doctor Haberden, y en su amplio consultorio, mal
iluminado por una vela que el doctor trajo consigo, con labios trémulos y
voz vacilante pese a mi determinación, le conté todo lo que había
sucedido desde el día en que mi hermano comenzó a tomar la medicina
hasta la horrible marca que había descubierto hacía apenas media hora.
Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una expresión
de gran compasión en su rostro.
-Mi querida señorita Leicester –dijo- usted se ha angustiado por su
hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?
-Sí, me tiene preocupada -dije- Desde hace una o dos semanas no he estado tranquila.
-Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
-Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
-Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese
extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación.
Mañana lo comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que
siempre estoy a su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a
mi alcance. No dude en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en
un apuro.
Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor,
y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día
siguiente, le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón
oprimido, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en
la que había visto aquella mancha de fuego negro.
-¿Qué tienes en la mano, Francis? -le pregunté con firmeza.
-Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre. Me lo vendé lo mejor que pude.
-Yo te lo curaré bien, si quieres.
-No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos? Tengo mucha hambre.
Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la
comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en
sus ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que
aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que,
por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche
anterior, no era una ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos
agobiados, y, en el transcurso de la mañana, fui de nuevo a la casa del
médico. El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y
pareció reflexionar durante unos minutos.
-¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según
tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron
hace tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra
bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con
Sayce? Nunca envío a nadie allí; el anciano se está volviendo
descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a
su casa; me gustaría hablar con él.
Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.
-Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta
receta mía al señor Leicester - dijo el doctor, entregándole al anciano
un pedazo de papel.
-Sí -dijo-, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y la he
tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor
Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
-Por favor, déjeme ver el preparado -dijo Haberden.
El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el contenido y miró con extrañeza al anciano.
-¿De dónde sacó esto? -dijo-. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es
lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le
digo que ésta no es la medicina correcta.
-La he tenido mucho tiempo -dijo el anciano, aterrado-. Se la compré a
Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he
tenido desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
-Sería mejor que me lo diera -dijo Haberden-. Me temo que ha habido una equivocación.
Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el frasco envuelto en papel.
-Doctor Haberden -dije, cuando ya llevábamos un rato caminando.
-Sí -dijo él, mirándome sombríamente.
-Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante poco más de un mes.
-Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.
Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que
llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un
extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores
nada comunes.
-Bueno -dijo al fin-. Todo esto es muy extraño. Es natural que se sienta
alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo.
Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta
mañana, aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el
señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado
completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le
receté. No obstante, está por ver qué contiene realmente este frasco.
Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.
-Sí -dijo-. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.
Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño,
empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.
-Lo mandaré analizar -dijo Haberden-. Tengo un amigo que se dedica a la
química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la
otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y
procure no pensar más en eso.
Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.
-Ya me he divertido lo suficiente -dijo con una risa extraña- y debo
volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso
adecuado, tras una dosis tan sobrecargada de placer -sonrió para sí
mismo. Poco después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.
El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.
-No tengo ninguna noticia especial para usted -dijo-. Chambers está
fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la
sustancia. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.
-Está en su habitación -dije-. Le diré que está usted aquí.
-No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me
atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin
y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado
bien.
El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta,
abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la
casa durante más de una hora, y la quietud se volvía cada vez más
intensa. Oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y
el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor y se detuvieron ante la
puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara, en un espejo,
demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta. Había un
indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo de
una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó
saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de
hablar.
-He visto a ese hombre -comenzó, en un áspero susurro-. Acabo de pasar
una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he
enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra
fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! -y se cubrió el rostro con
las manos para apartar de sí alguna horrible visión. -No me mande llamar
otra vez, señorita Leicester -dijo, recobrando un poco la compostura-.
Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.
Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a
su casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la
mañana. Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas
reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su
comida afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados.
Desde aquel día, me pareció que el arbitrario concepto que llamamos
tiempo había desaparecido para mí. Vivía con la continua sensación de
horror,
llevando a cabo mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo
imprescindible con los criados. De vez en cuando salía a pasear una hora
o dos y luego volvía a casa. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu
se detenía ante la puerta cerrada de la habitación de arriba, y,
temblando, esperaba que se abriera.
He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que debieron
transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden,
cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una
sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas
de las hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de
las flores hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con
ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un
momento a esperar que pasara un carro y miré por casualidad hacia las
ventanas. instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso
de aguas profundas y frias; el corazón me dio un vuelco y cayó en un
pozo sin fondo, y me quedé sobrecogida de un
terror sin forma ni figura.
Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, mientras, las
piedras temblaban bajo mis pies, perdían consistencia y parecían
hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se
abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo.
No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo semejante; era una
criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro
de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de todo el mal y
la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin
fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el
horror. Al llegar a la puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.
-¡Francis, Francis! -grité-. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es
esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis,
arrójala fuera de aquí!
Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un
sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el
sonido de una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas
pude entender.
-Aquí no hay nada -dijo la voz-. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.
Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría
mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la
aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme.
Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer instante de
terror
antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente,
lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban cerrando,
pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí que
la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había
dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la empujaba.
El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en mis
sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo.
Me horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia
vivía con mi hermano.
Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella
noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto recelo que
hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la puerta y
después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin obtener
respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.
Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las
comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé
repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La
servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan
alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró
por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la
noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la
puerta del recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que
no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la
penumbra del atardecer. El salón donde me encontraba se fue poblando de
tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y oí unos
precipitados pasos escabullirse por la escalera.
Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.
-¡Oh, señorita Helen! -murmuró-. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!
La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su mano.
-No te comprendo -dije-. ¿Quieres explicarte?
-Estaba arreglando su habitación hace un momento -comenzó-. Estaba
cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré
hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo
encima de mí.
Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.
-Ven conmigo -dije-. Trae tu vela.
La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al
entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una
mancha negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible
que empapaba la blanca ropa de mi cama. Me lancé escaleras arriba y
toqué con fuerza la puerta.
-¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?
Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un
vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó. A pesar de lo
que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo. Le conté, con los
ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con
una expresión de dureza en el semblante.
-En recuerdo de su padre -dijo finalmente-, iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.
Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el
calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el
rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban
las manos. No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la
lámpara y él llamó con voz fuerte y decidida:
-Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.
No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.
-Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me
veré obligado a echarla abajo -dijo. Y llamó una tercera vez, con una
voz que hizo eco por todo el edificio-: ¡Señor Leicester! Por última
vez, le ordeno abrir la puerta.
-¡Ah! -exclamó, después de unos pesados momentos de silencio-, estamos
perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un atizador o
algo parecido?
Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y
encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.
-Muy bien -dijo-, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor
Leicester -gritó por el ojo de la cerradura-, que voy a destrozar la
puerta!
Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la
madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso
de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó
inarticuladamente en la oscuridad.
-Sostenga la lámpara -dijo entonces el doctor.
Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.
-Ahí está -dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro-. Mire, en ese rincón.
Sentí una punzada de
horror en
el corazón. En el suelo había una masa oscura y pútrida, hirviendo de
corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida ni sólida, que se
derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de
burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes,
como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una
contorsión temblorosa, y cómo trató delevantarse algo que bien podía ser
un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre
los dos puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido.
Finalmente reinó el silencio.
Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.
-He traspasado mi consultorio -comenzó-. Mañana emprendo un largo viaje
por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que
compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi
vida. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se
sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor
Chambers sobre la muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.
En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar.
Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa
historia que narra:
...Mi querido Haberden -comenzaba la carta-: Le pido mil perdones por
haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que
me envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación
tomar, pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como
en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad,
podría ofender prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante,
he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame
entrar en una breve aclaración personal.
Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un escrupuloso
hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras
profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los
pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de
la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia.
Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos
científicos que han escarbado un poco en lo oculto y han insinuado
tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos la
frontera eterna e impenetrable de todo conocimiento, el inmutable
límite, más allá del cual ningún ser humano ha llegado jamás. Nos hemos
reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del
ocultismo actual, disfrazado bajo nombres diversos:
mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros, que son la verdadera armazón de la
magia
que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he
dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en
su acepción más común. Hace muchos años me convencí -me he convencido a
pesar de mi anterior escepticismo-, de que mi vieja teoría de la
limitación es absoluta y totalmente falsa.
Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le
hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que no habrá
dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han
sido superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que
trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y
biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja
escolástica,
Omnía exeunt ín mysterium,
que significa que toda rama del saber humano, si nos remontamos a sus
orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo
por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los dolorosos
pasos que me han conducido a mis conclusiones.
Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar
de mi propio punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en
aquellas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi
antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo
que me resulta tan extraño y temible como las interminables olas del
océano a los ojos de quien lo contempla por primera vez desde Darién.
Ahora sé que los límites de los sentidos, que resultaban tan
impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en unas
tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan
inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y
etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la
neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una
postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una
negación universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero
estoy convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a
su habitual forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es
cierto; y en nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y
científica, probada por la experiencia. Y el universo es más espléndido y
más terrible de lo que imaginábamos.
El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una
energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia.
Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el
cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como
espirituales y están sujetos a una actividad interior.
Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto;
pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá
que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de
todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser
posible. En resumen, debemos mirar con otros ojos la
leyenda
y las creencias, y estar preparados para aceptar hechos que se habían
convertido en fábulas. En verdad, esta exigencia no es excesiva. Al fin y
al cabo, la ciencia moderna admite hipócritamente muchas cosas. Es
cierto que no se trata de creer en la
brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los
fantasmas
están pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de
la telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en
ella, y será casi un proverbio.
Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco
tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y
escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes.
No me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus
análisis. Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el
olvido y que es prácticamente desconocida hoy en día. Jamás hubiera
esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay
ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico.
Efectivamente, como dice, pudo comprar en un almacén las sales que usted
prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante
durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que
llamamos azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa
botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de
temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los cinco y los
30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones,
repetidas año tras año durante períodos irregulares, con distinta
intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado
que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima
precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted
me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó;
es el polvo con que se preparaba el
Vino Sabático, el
Vínum Sabbati.
Sin duda habrá leído usted algo sobre los
aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los
relatos
que hacían temblar a nuestros mayores: gatos negros, escobas y
maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que
descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una gran
suerte que se crea en todas estas supercherías, pues de este modo se
ocultan muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se
toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight
encontrará que el verdadero
sabbath
era algo muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado
ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero
sabbath datan de tiempos muy remotos, y sobrevivieron hasta la Edad
Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo
antes de que los arios entraran en Europa.
Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos
diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados
para asumir con toda justicia el papel de
demonios.
Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún
paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los
iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en
algún monte pelado y barrido por el viento, o a un recóndito lugar, en
algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath. Allí, a la hora
más oscura de la noche, se preparaba el
Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal;
sumentes caficem principis inferorum,
como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los
que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo
y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle
goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la
consumación de las nupcias sabáticas.
Es dificil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma
que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso
que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático -unos
pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua-, la morada de
la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano
que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se
transformaba en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de
la carne. Y entonces, a la medianoche, se repetía y representaba la
caída original, y el ser espantoso oculto bajo el mito del Árbol del
Bien y del Mal era nuevamente engendrado.
Tales eran las
nuptiae sabbati.
Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no
pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que
un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el
santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo
que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción...
Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:
...Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano
me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me
llamó la atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la
enseñara. Lo que vi yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y
la
historia que me vi obligado a
escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido capaz de
imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que
permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades.
Y si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría
pedido que no diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más
que unas semanas de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.
Dr. Joseph Haberden.