El Gran Dios Pan es la primera novela de Arthur Machen. Fue publicada en 1890 y revisada cuatro años después. Casi de inmediato, aunque no inesperadamente, Arthur Machen escaló el pequeño olimpo de los escritores de terror, aunque esta jornada no estuvo exenta de polémica. El Gran Dios Pan fue aborrecido, despreciado por los críticos, y finalmente denunciado como un libro brutal y repugnante debido a su estilo decadente y a la extraña sexualidad que se desprende de sus páginas. Naturalmente, el público no aceptó este adoctrinamiento crítico, y la novela continuó creciendo entre los lectores

Londres, finales del siglo XIX. En el transcurso de pocos días, Dyson y Phillips conocerán a cinco extraños personajes que narran aterradores y turbios relatos de sus vidas que, a modo de rompecabezas, formarán una absorbente trama envuelta por un estremecedor halo de misterio.

La obra narrativa del escritor galés Arthur Machen (1863-1947) gira en torno a la sensación de que bajo las apariencias de las cosas late un poderoso e inmenso mundo invisible. Si en sus cuentos de horror sobrenatural nos adentra magistralmente en un mundo cotidiano amenazado por fuerzas insospechadas y maléficas, la cualidad fantástica de Un fragmento de vida, publicado por primera vez en 1906 y olvidado después, gravita en torno al paulatino y prodigioso cambio de conciencia del protagonista y su nueva percepción del mundo circundante.

A caballo entre el relato de aventuras y el cuento de horror cósmico, la obra de Arthur Machen (1860-1947) constituye un precedente inmediato del género de terror cultivado por la es-cuela de los Mitos de Cthulhu. Unos acontecimientos inexplicables y de una violencia salvaje, el poder contagioso de las fuerzas oscuras del mal y el alarmismo del clima bélico se funden en una oscura y enigmática trama, susceptibles de las más diversas conjeturas e interpretaciones.

miércoles, 22 de octubre de 2014

EL MAL - UNA SINGULAR VISION SOBRE SU VERDADERA NATURALEZA
Arthur Machen - 'The White People'

Prólogo

Ambrosio dijo : Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades, Y prosiguó: la magia tiene su justificación en sus criaturas; comen mendrugos de pan y beben agua con una alegría mucho mas intensa que la del epicúreo.

¿Os referís a los santos?
Si, y también a los pecadores, creo que vos caéis en el error frecuente de los que limitan el mundo espiritual a las regiones del bien supremo. Los seres extremadamente perversos forman parte también del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual no será jamás un gran santo. Ni un gran pecador. En nuestra mayoría somos simplemente criaturas de barro cotidiano, sin comprender el significado profundo de las cosas, y por esto el bien y el mal son en nosotros idénticos: de ocasión sin importancia.

¿Pensaís, pues que el gran pecador es un asceta lo mismo que el gran santo?
Los grandes, tanto en el bien como en el mal, son los que abandonan las copias imperfectas y se dirigen a los originales perfectos. para mi no existe la menor duda, los mas excelsos entre los santos jamás hicieron 'una buena acción', en el sentido común de la palabra. Por el contario existen hombres que han descendido hasta el fondo de los abismos del mal, y que en toda su vida, no han cometido lo que vosotros llamaís una 'mala acción'.

Se ausentó un momento de la estancia, Cotgrave se volvió a su amigo y le dió las gracias por haberle presentado a Ambrosio.   Es formidable, dijo. Jamás habia visto a un chalado de esta clase
Ambrosio volvió con una nueva provisión de whisky y sirvió a los dos hombres con largueza. Criticó con ferocidad la secta de los abstemios, pero se sirvió un vaso de agua. Iba a reanudar su monólogo cuando Cotgrave le atajó.

Vuestras paradojas son monstruosas.
¿Puede un hombre ser un gran pecador sin haber hecho nunca nada culpable? ¡Vamos hombre!
Os equivocais completamente, dijo Ambrosio, pues soy incapaz de paradojas: ¡ojala pudiera hacerlas! He dicho simplemente que un hombre puede ser un gran conocedor de vinos de Borgoña sin haber entrado jamás en una taberna. Esto es todo, y ¿no os parece mas una perogrullada que una paradoja?.

Vuestra reacción revela que no tenéis la menor idea de lo que puede ser el pecado.
¡Oh! naturalmente existe una relación entre el Pecado con mayúscula y los actos considerados como culpables: asesinato, robo, adulterio, etc. Exactamente la misma relación que existe entre el alfabeto y la poesía genial.

Vuestro error es casi universal: os habéis acostumbrado como todo el mundo a mirar las cosas a través de unas gafas sociales. Todos pensamos que el hombre que nos hace daño a nosotros o a nuestros vecinos es un hombre malo. Y lo es desde el punto de vista social. ¿Pero no podéis comprender que el Mal, en su esencia, es una cosa solitaria, una pasión del alma? El asesino corriente, como tal asesino, no es en modo alguno un pecador en el verdadero sentido de la palabra. Es sencillamente una bestia peligrosa, de la que debemos librarnos para salvar nuestra piel. Yo lo clasificaría mejor entre las fieras que entre los pecadores.

Todo esto me parece un poco extraño
Pues no lo es, el asesino no mata por razones positivas, sino negativas, le falta algo que poseen los no-asesinos. El Mal por el contario es totalmente positivo. Pero positivo en el sentido malo. Y es muy raro. Sin duda hay menos pecadores verdaderos que santos. En cuanto a los que llamáis criminales, son seres molestos, desde luego, y de los que la sociedad hace bien en guardarse; pero entre sus actos antisociales y el Mal existe un absimo. ¡Creedme!.

Se hacia tarde. El amigo que habia llevado a Cotgrave a casa de Ambrosio habia oido sin duda esto otras veces. Escuchaba con sonrisa cansada y un poco burlona, pero Cotgrave empezaba a pensar que su 'alienado' era tal vez un sabio.

¿Sabéis que me interesáis enormemente? , dijo.
¿Opináis pues que no comprendemos la verdadera naturaleza del Mal?
Lo sobreestimamos. O bien lo menospreciamos. Por una parte, llamamos pecado a las infracciones de los reglamentos de la sociedad de los tabúes sociales. Es una exageración absurda. Por otra parte atribuimos una importancia tan enorme al 'pecado' que consiste en meter mano a nuestros bienes o a nuestras mujeres que hemos perdido absolutamente de vista lo que hay de horrible en los verdaderos pecados.

Entonces ¿qué es el pecado?, dijo Cotgrave
Me veo obligado a responder a su pregunta con otras preguntas. ¿Que experimentaría si su gato o su perro empezaran a hablarle con voz humana? ¿Y si las rosas de su jardín se pusieran a cantar? ¿Y si las piedras del camino aumentaran de volumen ante sus ojos? Pues bien, estos ejemplos pueden darle una vaga idea de lo que realmente es el pecado.

Escuchen, dijo el tercer hombre, que hasta entonces habia permanecido muy tranquilo, me parece que los dos estan locos de remate. Me marcho a mi casa. He perdido el tranvía y tendré que ir a pie, Ambrosio y Cotgrave se arrellenaron aun mas en sus sillones después de su partida. La luz de los faroles palidecía en la bruma de la madrugada, que helaba los cristales.

Me asombra usted, dijo Cotgrave. Jamás había pensado en todo esto. Si realmente es asi hay que volverlo todo al revés. Entonces según usted la esencia del pecado sería...

Querer tomar el cielo por asalto, respondió Ambrosio. El pecado consiste en mi opinión, en la voluntad de penetrar de manera prohibida en otra esfera mas alta. Esto explica que sea tan raro. En realidad pocos hombres desean penetrar en otras esferas, sean altas o bajas, y de manera autorizada o prohibida. Hay pocos santos. Y los pecadores, tal como yo los entiendo, son todavia mas raros. Y los hombres de genio (que a veces participan de aquellos dos) también escasean mucho... Pero puede ser mas difícil convertirse en un gran pecador que en un gran santo.

¿Porque el pecado es esencialmente naturaleza?
Exacto. La santidad exige igualmente un esfuerzo igualmente grande, o poco menos, pero es un esfuerzo que se realiza por caminos que eran antaño naturales. Se trata de volver a encontrar el éxtasis que conoció el hombre antes de la caída. En cambio el pecado es una tentativa de obtener un éxtasis y un saber que no existen y que jamás han sido dados al hombre y el que lo intenta se convierte en demonio.

Ya le he dicho que el simple asesino no es necesariamente un pecador. Esto es cierto, pero el pecador es a veces asesino. Pienso en Gilles de Rais, por ejemplo. Considere que, si el bien y el mal están igualmente fuera del alcance del hombre contemporáneo, del hombre corriente, social y civilizado, el mal lo esta en un sentido mucho mas profundo.
El santo se esfuerza en recobrar un don que ha perdido; el pecador persigue algo que no ha poseído jamás. En resumidas cuentas reproduce la Caída.

¿Es usted católico?, preguntó Cotgrave.
Sí, soy miembro de la Iglesia anglicana perseguida.
Entonces ¿que me dice de esos textos en que se denomina pecado lo que usted califica de falta sin importancia?

Advierta, por favor, que en estos textos de mi religión aparece reiteradamente el nombre de 'mago' que me parece la palabra clave. Las faltas menores que se denominan pecados, solo se llaman así en la medida que el mago perseguido por mi religión esta detras del autor de esos pequeños delitos. Pues los magos se sirven de las flaquezas humanas resultantes de la vida material y social como instrumentos para alcanzar su fin infinitamente excecrable.   Y permita que le diga esto: nuestro sentidos superiores estan tan embotados, estamos hasta tal punto saturados de materialismo, que seguramente no reconoceríamos el verdadero mal si nos tropezáramos con el.

Pero ¿es que no sentiríamos a despecho de todo un cierto horror, este horror, de que me hablaba hace un momento al invitarme a imaginar unas rosas que rompiesen a cantar?
Si fuesemos seres naturales, sí. Los niños, algunas mujeres y los animales sienten ese horror. Pero en la mayoría de nosotros, los convencionalismos, la civilización y la educación han embotado y oscurecido la naturaleza. A veces podemos reconocer el mal por el odio que manifiesta al bien, y nada mas, pero esto es puramente fortuito. En realidad, los Jerarcas del Infierno pasan inadvertidos a nuestro lado.

¿Piensa que ellos mismos ignoran el mal que encarnan?
Asi lo creo. El verdadero mal en el hombre es como la santidad y el genio. Es un éxtasis del alma, algo que rebasa los límites naturales del espíritu, que escapa a la conciencia. Un hombre puede ser infinitamente y horriblemente malo, sin sospecharlo siquiera. Pero repito: el mal, en el sentido verdadero de la palabra, es muy raro. Creo que incluso cada vez lo es mas.

Procuro seguirle, dijo Cotgrave. ¿Cree usted que el Mal verdadero tiene una esencia completamente distinta de lo que solemos llamar el mal?
Absolutamente. Un pobre tipo exitado por el alcohol vuelve a su casa y mata a patadas a su mujer y a sus hijos. Es un asesino. Gilles de Rais es también un asesino. Pero ¿advierte usted el abismo que los separa? La palabra es accidentalmente la misma en ambos casos, pero el sentido es totalmente distinto.

Gilles de Laval, Baron de Rais   (1404-1440) - (Barba Azul).   Acaudalado noble y militar, defensor de Francia junto a Juana de Arco y ferviente admirador de ésta cuya trágica muerte en la hoguera perturbará su personalidad definitivamente iniciando una increíble carrera de crímenes y sacrilegios que lo conducirán a las mas crueles prácticas de sadismo bajo la influencia del mal del cual parecerá librarse solamente poco antes de ser ejecutado en la hoguera.

Cierto que el mismo débil parecido existe entre todos los pecados sociales y los verdaderos pecados espirituales, pero son como la sombra y la realidad. Si usted es un poco teólogo tiene que comprenderme.

Le confieso que no he dedicado mucho tiempo a la teología, observó Cotgrave.
Lo lamento; pero volviendo a nuestro tema ¿cree usted que el pecado es una cosa oculta, secreta?
Si. Es el milagro infernal, como la santidad es el milagro sobrenatural. El verdadero se eleva a un grado tal que no podemos sospechar en absoluto su existencia. Es como la nota mas baja del organo, tan profunda que nadie la oye. A veces hay fallo, recaídas, que conducen al asilo de locos o a desenlaces todavía mas horribles.

Pero en ningún caso debe confundirlo con la mala acción social. Acuérdese del Apóstol: hablaba del otro lado y hacia una distinción entre las acciones caritativas y la caridad. De la misma manera que uno puede darlo todo a los pobres y, a pesar de ello, carecer de caridad, puede evitar todos los pecados y, sin embargo ser una criatura del mal.

¡He aqui una psicología singular!, dijo Cotgrave. Pero confieso que me gusta. Supongo que segun usted, el verdadero pecador podía pasar muy bien por un personaje inofensivo, ¿no es así?.

Ciertamente. El verdadero mal no tiene nada que ver con la sociedad. Y tampoco el Bien, desde luego. ¿Cree usted que se sentiría a gusto en compañia de san Pablo?
¿Cree usted que se entenderia bien con sir Galahad?. Lo mismo puede decirse de los pecadores. Si usted encontrase a un verdadero pecador y reconociese el pecado que hay en el sin duda se sentiría horrorizado. Pero tal vez no existiría ninguna razón para que aquel hombre le disgustara. Por el contrario es muy posible que si lograba olvidar su pecado, encontrase agradable su trato.

¡Y sin embargo! ¡No! ¡Nadie puede adivinar cuan terrible es el verdadero mal..!
¡Si las rosas y los lirios del jardín se pusieran a cantar esta madrugada, si los muebles de esta casa empezaran a desfilar en procesión como en el cuento de Maupassant...!

Celebro que vuelva a esta comparación, dijo Cotgarve, pues quería preguntarle a que corresponden, en la humanidad estas proezas imaginarias de las cosas que usted cita.
Repito: ¿que es pues el pecado? Quisiera que me diese un ejemplo concreto.

Por primera vez Ambrosio vaciló:
Ya le he dicho que el verdadero mal es muy raro. El materialismo de nuestra época que tanto ha hecho para suprimir la santidad, tal vez ha hecho mas aun para suprimir el mal. Encontramos la tierra tan cómoda, que no sentimos deseos de subir ni de bajar. Todo ocurre como si un especialista del Infierno realizase trabajos puramente arqueológicos.

Sin embargo tengo entendido que sus investigaciones se han extendido hasta la época actual.
Veo que usted está realmente interesado. Pues bien, le confieso que he reunido, en efecto, algunos documentos...

Los arqueros: Arthur Machen



Los arqueros (The bowmen) es un relato fantástico del escritor galés Arthur Machen, escrito en 1914. La historia, situada en la primera guerra mundial, relata un extraño evento sobrenatural: los arqueros dirigidos por San Jorge de Capadocia en la mítica batalla de Angincourt regresan al mundo de los vivos para asistir a las tropas británicas, una herramienta que Tolkien también utilizaría con Aragorn en el Sendero de los Muertos, en la segunda parte de la saga del anillo.

Cabe señalar que Los arqueros dio comienzo a la célebre leyenda de Los ángeles de Mons, la cual afirma que un grupo de ángeles ayudó a las tropas británicas en la batalla de Mons.




Los arqueros.
The bowmen, Arthur Machen (1863-1947)

Pasó durante la Retirada de los 80 mil, y la autoridad de la censura es suficiente excusa para no ser más explícito. Pero pasó durante el más terrible día de aquella terrible época, el día en que la ruina y el desastre llegó tan cerca que su sombra cayó sobre Londres; y, sin ninguna noticia certera, los corazones de los hombres se angustiaron; como si la agonía de los ejércitos en el campo de batalla hubiera ingresado en sus almas.

En este amargo día, cuando trescientos mil soldados con sus artillerías se desbordaron como una inundación contra la pequeña compañía inglesa, había un punto específico en nuestra línea de batalla que estaba en peligro atroz, no de mera derrota, sino de suprema aniquilación. Con el permiso de la Censura y de los expertos militares, esa posición podía ser descripta como una saliente, y si esa unidad que la defendía era aplastada y quebrada, entonces, todas las fuerzas británicas serían despedazadas, y los Aliados deberían retroceder y se perdería inevitablemente el Sedán.

Durante toda la mañana los cañones alemanes habían tronado y desgarrado el área, y a los cientos o más de hombres que la defendían. Los hombres bromeaban sobre los cañonazos y encontraban nombres graciosos para estos, hacían apuestas y los recibían con pequeñas canciones. Pero las balas seguían explotando y desgarrando las extremidades de buenos ingleses, y a medida que las horas del día avanzaban, también lo hacían los terribles cañonazos. Parecía que no había auxilio. La artillería inglesa era buena, pero no había suficientes unidades cerca y las que quedaban, habían sido rápidamente reducidas a chatarra por las explosiones.

Hay momentos en una tormenta en el mar en que la gente se dice entre sí, "esto es lo peor; no puede ser más duro." y entonces hay un trueno diez veces más fiero que todos los anteriores. Así estaban en esa trinchera los británicos. No había corazones más fuertes en el mundo entero que los de aquellos hombres; pero igualmente se veían espantados por esos mortíferos cañonazos alemanes que les caían encima y los aplastaban. Y en un momento pudieron divisar desde sus cubrimientos, que una tremenda muchedumbre se estaba movilizando hacia sus líneas. Los quinientos superviventes que aún resistían pudiero divisar a lo lejos a la infantería alemana que venía a presionarlos, columna tras columna, una hueste de hombres grises, diez mil de ellos. No había mucha esperanza. Algunos de ellos se chocaron las manos. Un hombre improvisó una nueva versión del canto de batalla, "Adiós, adiós a Tipperary," terminando con "y no volveremos más". Todos se comenzaron a despedir con rapidez. Los oficiales creían que esta sería una buena oportunidad de ascenso; en tanto los alemanes avanzaban línea tras línea. El humorista de Tipperary preguntó: "¿qué precio tiene en Sidney Street?" Y un par de ametralladoras hicieron lo mejor posible. Pero todos sabían que era inútil. Los cuerpos grises seguían su avance en compañías y batallones, y otros se les unían, y se expandían y avanzaban más y más.

"Mundo sin fin. Amen," dijo uno de los soldados con cierta irrelevancia, mientras apuntaba y disparaba. Y luego recordó, no podía saber el porque, un extraño restaurant vegetariano en Londres, donde había ido una o dos veces a comer excéntricos platos de coteletas hechas de lentejas y nueces que pretendían ser bistecs. Todos los platos de ese restaurant tenían impresos una figura azulada de San Jorge, con la consigna Adsit Anglis Sanctus Geogius, que San Jorge ayude a los ingleses. Este soldado resultó que sabía latín y otras cosas inútiles, y en ese momento, mientras disparaba a su hombre en la masa que avanzaba, a 300 yardas de distancia, vociferó aquella pía frase vegetariana. Y siguió disparando hasta el fin, y al final Bill, a su derecha, tuvo que abofetearlo alegremente para obligarlo a detenerse, diciéndole que si seguía así, malgastaría las municiones de Su Majestad y no podía desperdiciarlas en horadar pequeños parches de alemanes muertos.

El estudiante de latín, luego de pronunciar su invocación, sintió algo así como una sensación de entre estremecimiento y shock eléctrico. El rugido de la batalla se acalló en sus oídos y se trocó en un apacible murmullo, y en vez de tal sonido, escuchó, según dijo luego, una gran voz, que resonaba como el trueno: "¡Formación, formación, formación!" Su corazón comenzó a arder como una brasa y luego se enfrió como el hielo, ya que le pareció escuchar como un tumulto de voces respondía al llamamiento. Escuchó, o creyó escuchar, a cientos que gritaban: "¡San Jorge, San Jorge!"

"¡Ha! Señor; ¡ha! ¡dulce Santo, sálvanos!"
"¡San Jorge por la feliz Inglaterra!"
"¡Salve! ¡Salve! Monseigneur San Jorge, socórrenos."
"¡Ha! ¡San Jorge! ¡Ha! ¡San Jorge! Un fuerte y enorme arco."
"¡Caballero del Cielo, ayúdanos!"

Y mientras el soldado escuchaba esas voces, vio frente a sí mismo, más allá de la trinchera, una larga línea de formas, con aureólas resplandescientes a su alrededor. Eran como hombres que llevaban arcos, y luego de un grito, lanzaron su nube de flechas, silbando y zumbando a través del aire, hacia la masa de alemanes. Los otros hombres en la trinchera seguían disparando. No tenían esperanza; pero seguían apuntando como si estuvieran disparando en Bisley. De pronto uno de ellos elevó su voz en inglés, "¡Dios nos ayuda!" gritó al hombre que estaba a su lado, "¡esto es maravilloso! ¡Mira a aquellos hombres, míralos! ¿Los ves? No están cayendo por docenas, ni por cientos; caen por miles. ¡Mira, mira, mira! Mientras te digo esto, ha caído un regimiento."

"¡Cállate!" dijo el otro soldado, tomando un blanco, "¡que estamos por ser gaseados!"

Pero luego de hablar tragó saliva del asombro, ya que era verdad que los hombres grises estaban cayendo por miles. Los ingleses podían escuchar los gritos guturales de los oficiales alemanes, el crepitar de sus revólveres al disparar a los renuentes; y como línea tras línea, caían todos por tierra. En todo momento el soldado cultivado en el latín escuchaba el grito: "¡Salve, salve! ¡Monseigneur, santo, rápido en nuestra ayuda! ¡San Jorge, ayúdanos!"

"¡Sumo Caballero, defiéndenos!"

Las zumbantes flechas volaban tan rápido y en espesas nubes que oscurecían el cielo; la masa pagana se iba disolviendo frente a los soldados.

"¡Más ametralladoras!" gritó Bill a Tom.
"No los escuches," respondió Tom. "Pero, gracias a Dios, de todas maneras; hemos triunfado."

De hecho, hubo diez mil soldados alemanes muertos antes de llegar a esa saliente de la tropa inglesa, y consecuentemente no alcanzaron Sedán. En Alemania, un país regido por los principios científicos, el Alto Mando General decidió que los indignos ingleses habían utilizado tanques que contenían un gas venenoso de naturaleza desconocida, y no hallaron heridas reconocibles en los cuerpos de los soldados muertos. Pero el hombre que había probado nueces que sabían como bistec, supo que San Jorge había traído esos arqueros de Agincourt a auxiliar a sus pares.

Los niños de la charca: Arthur Machen



Los Niños de la Charca (The Children from the Pool) es un relato de terror del escritor galés Arthur Machen. Fue publicado en 1936 como parte de una antología de cuentos fantásticos que comparte el mismo nombre.

La crítica (puntualmente en Icons of horror and the supernatural) ha observado una tendencia de Arthur Machen a encarnar el mal en el elemento líquido. La cual, creo, no puede aplicarse a este relato, ya que aquí la charca (Black and oily deph, según Machen) funciona claramente como un símbolo de culpa.

Claro que una lectura frugal de Los Niños de la Charca no necesita mayores análisis. Puede leerse con perfecto desprecio de sus cualidades psicológicas, como un relato fantástico sin dobles intenciones. Sin embargo, Arthur Machen se expresa tan maravillosamente en estos múltiples planos, que nos tomaremos un momento para analizarlo.

Nos apresuramos a aclarar que Los Niños de la Charca no es una alegoría, ni siquiera es algo remotamente parecido. El trasfondo no es un paralelo moral de la historia que se desarrolla, sino un reflejo de la psicología del personaje. En resumen:

Un hecho indiscreto, terrible, se desarrolla en el pasado, quemándose lentamente en el alma del protagonista. El tiempo transcurre, los hechos se olvidan, quedan sepultados para la conciencia, pero la culpa continúa erosionando los abismos de la mente, en aquellos resquicios a los que no tenemos acceso. Entonces surge la forma, negra y espesa, pestilente y simbólica, de aquella charca, un ambiente ideal para que los monstruos del pasado encuentren un camino de regreso a la realidad. Es decir, a la propia conciencia.

 

Vinum Sabbati: Arthur Machen



Vinum Sabbati (Vinum Sabbati) es un relato de Arthur Machen que integra una de sus antología de cuentos de terror más conocidas: The three impostors, publicada por primera vez en 1895.

Vinum Sabbati
es el nombre que los traductores han pensado para el relato; pero su verdadero nombre es, increíblemente, The Novel of the White Powder.

El este relato, Arthur Machen comienza a experimentar con una clase de horror bastante extraño, aunque con los ingredientes clásicos del género, es decir, con aquellos que los lectores habituados a la literatura de terror esperan.

Por un lado tenemos al observador de la tragedia, en este caso una dama; a un hombre que comienza a sufrir y a mutar su comportamiento tras ingerir una sustancia blancuzca. Posiblemente, el lector ácido quiera atribuirle a esta sustancia un origen orgánico, sin embargo Arthur Machen fue muy riguroso con la procedencia artificial del polvo. Ahora bien, otro personaje inevitable es el médico, que como el Van Helsing de Drácula, es un vehículo entre lo sobrenatural y la razón; que finalmente termina por dar sentido a las aberraciones que plantea el cuento.

Digamos que este relato de Arthur Machen no es su mejor faceta. Sin embargo, hay que considerar que el terreno en el que se aventuraba era prácticamente virgen. El mundo y sus lectores estaban habituados a monstruos de diversas clases, pero difícilmente concebían la idea del mal, del horror, en la imposible anatomía de un ser gelatinoso, carente de estructura ósea. Como experimento es una intento loable, un umbral sólido donde otros, abrevando en los aciertos y errores de Arthur Machen, tejerán sus historias cuyos engendros son a menudo indescriptibles.




Vinum Sabbati.
The Novel of the White Powder; Arthur Machen (1863-1947)

Mi nombre es Leicester; mi padre, el mayor general Wyn Leicester, distinguido oficial de artillería, sucumbió hace cinco años a una compleja enfermedad del hígado, adquirida en el letal clima de la india. Un año después, Francis, mi único hermano, regresó a casa después de una carrera excepcionalmente brillante en la universidad, y aquí se quedó, resuelto como un ermitaño a dominar lo que con razón se ha llamado el gran mito del Derecho. Era un hombre que parecía sentir una total indiferencia hacia todo lo que se llama placer; aunque era más guapo que la mayoría de los hombres y hablaba con la alegría y el ingenio de un vagabundo, evitaba la sociedad y se encerraba en la gran habitación de la parte alta de la casa para convertirse en abogado.

Al principio, estudiaba durante diez horas diarias; desde que el primer rayo de luz aparecía en el este hasta bien avanzada la tarde. Sólo dedicaba media hora a comer apresuradamente conmigo, como si lamentara el tiempo que perdía en ello, y después salía a dar un corto paseo cuando comenzaba a caer la noche. Yo pensaba que tanta dedicación sería perjudicial, y traté de apartarlo suavemente de la austeridad de sus libros, pero su ardor parecía más bien aumentar que disminuir. Hablé seriamente con él, le sugerí que tomara un descanso, aunque fuera sólo una tarde de ocio leyendo una novela; pero él se rió y dijo que, cuando tenía ganas de distraerse, leía acerca del régimen de propiedad feudal y se burló de la idea de ir al teatro o de pasar un mes al aire libre. Confieso que tenía buen aspecto, y no parecía sufrir por su trabajo, pero sabía que su organismo terminaría por protestar, y no me equivocaba. Una expresión de ansiedad asomó en sus ojos, se veía débil, hasta que finalmente confesó que no se encontraba bien de salud. Dijo que se sentía inquieto, con sensación de vértigo, y que por las noches se despertaba, aterrorizado y bañado en sudor frío, a causa de unas espantosas pesadillas.

-Me cuidaré -dijo-, no te preocupes. Ayer pasé toda la tarde sin hacer nada, recostado en ese cómodo sillón que me regalaste, y garabateando tonterías. No, no; no me cargaré de trabajo. Me pondré bien en una o dos semanas, ya verás.

Sin embargo, a pesar de sus afirmaciones, me di cuenta que no mejoraba, sino empeoraba cada día. Entraba en el salón con una expresión de abatimiento, y se esforzaba en aparentar alegría cuando yo lo observaba. Me parecía que tales síntomas eran un mal agüero, y a veces, me asustaba la irritación de sus gestos y su extraña y enigmática mirada. Lo convencí de que accediera a dejarse examinar por un médico, y por fin llamó, de muy mala gana, a nuestro viejo doctor. El doctor Haberden me animó, después de la consulta.

-No es nada grave -me dijo-. Sin duda lee demasiado, come de prisa y vuelve a los libros con demasiada precipitación y la consecuencia natural es que tenga trastornos digestivos y alguna mínima perturbación del sistema nervioso. Pero creo, señorita Leicester, que podremos curarlo. Ya le he recetado una medicina que obtendrá buenos resultados. Así que no se preocupe.

Mi hermano insistió en que un farmacéutico de la colonia le preparara la receta. Era un establecimiento extraño, pasado de moda. Pero Francis le tenía mucha simpatía al anciano farmacéutico y creía a ciegas en la escrupulosa pureza de sus drogas. La medicina fue enviada a su debido tiempo, y observé que mi hermano la tomaba regularmente después de la comida y la cena. Era un polvo blanco de aspecto común, del cual disolvía un poco en un vaso de agua fría. Yo lo agitaba hasta que se diluía, y desaparecía dejando el agua limpia e incolora. Al principio, Francis pareció mejorar notablemente; el cansancio desapareció de su rostro, y se volvió más alegre incluso que cuando salió de la universidad; hablaba animadamente de reformarse, y reconoció que había perdido el tiempo.

-He dedicado demasiadas horas al estudio del Derecho -decía riéndose-; creo que me has salvado justo a tiempo. Bien, de cualquier modo, seré canciller, pero no debo olvidarme de vivir. Haremos un viaje a París, nos divertiremos, y nos mantendremos alejados por un tiempo de la Biblioteca Nacional.

He de confesar que me sentí encantada con el proyecto.

-¿Cuándo nos vamos? -pregunté-. Podríamos salir pasado mañana, si te parece.
-No, es demasiado pronto. Después de todo, no conozco Londres todavía, y supongo que un hombre debe comenzar por entregarse a los placeres de su propio país. Pero saldremos en una o dos semanas, así que practica tu francés. Por mi parte, de Francia sólo conozco las leyes, y me temo que eso no nos servirá de nada.

Estábamos terminando de comer. Tomó su medicina con gesto de catador, como, si fuera un vino de la cava más selecta.

-Tiene algún sabor especial? -pregunté.
-No; es como si fuera sólo agua-. Se levantó de la silla y empezó a pasear de arriba abajo por la habitación, sin decidir qué hacer.
-¿Vamos al salón a tomar café? -le pregunté-. ¿0 prefieres fumar?
-No; me parece que voy a dar un paseo. La tarde está muy agradable. Mira ese crepúsculo: es como una gran ciudad en llamas, como si, entre las casas oscuras, lloviera sangre. Sí. Voy a salir. Pronto estaré de vuelta, pero me llevo mi llave. Buenas noches, querida, si es que no te veo más tarde.

La puerta se cerró de golpe tras él, y le vi caminar rápidamente por la calle, balanceando su bastón, y me sentí agradecida con el doctor Haberden por esta mejoría. Creo que mi hermano regresó a casa muy tarde aquella noche, pero a la mañana siguiente se encontraba de muy buen humor.

-Caminé sin pensar adónde iba –dijo gozando de la frescura del aire, y vivificado por la multitud cuando me acercaba a los barrios más transitados. Después, en medio de la gente, me encontré con Orford, un antiguo compañero de la universidad, y después... bueno, nos fuimos por ahí a divertirnos. He sentido lo que es ser joven y hombre. He descubierto que tengo sangre en las venas como los demás. Me he citado con Orford para esta noche; algunos amigos nos reuniremos en el restaurante. Sí, me divertiré durante una semana o dos, y todas las noches oiré las campanadas de las doce. Y después tú y yo haremos nuestro pequeño viaje.

Fue tal el cambio de carácter de mi hermano, que en pocos días se convirtió en un amante de los placeres, en un indolente asiduo de los barrios alegres, en un cliente fiel de los restaurantes opulentos y en un excelente crítico de baile. Engordaba ante mis ojos, y no hablaba ya de París, pues claramente había encontrado su paraíso en Londres. Yo me alegré, pero no dejaba de sorprenderme, porque en su alegría encontraba algo que me desagradaba, aunque no podía definir la sensación. El cambio sobrevino poco a poco. Seguía regresando en las frías madrugadas; pero yo ya no le oía hablar de sus diversiones, y, una mañana, cuando desayunábamos juntos, lo miré de pronto a los ojos y vi a un extraño frente a mí.

-¡Oh, Francis! --exclamé- ¡Francis, Francis! ¿Qué has hecho?

Y dejando escapar el llanto, no pude decir ni una palabra más. Me retiré llorando a mi habitación, pues aunque no sabía nada, lo sabía todo, y por un extraño juego del pensamiento, recordé la noche en que salió por primera vez, y el cuadro de la puesta de sol que iluminaba el cielo ante mí: las nubes, como una ciudad en llamas, y la lluvia de sangre.

Sin embargo, luché contra esos pensamientos, y consideré que tal vez, después de todo, no había pasado nada malo. Por la tarde, a la hora de comer, decidí presionarlo para que fijara el día de comenzar nuestras vacaciones en París. Estábamos charlando tranquilamente, y mi hermano acababa de tomar su medicina, que no había suspendido para nada. iba yo a abordar el tema, cuando las palabras desaparecieron de mi mente, y me pregunté por un segundo qué peso helado e intolerable oprimía mi corazón y me sofocaba como si me hubieran encerrado viva en un ataúd.

Habíamos comido sin encender las velas. La habitación había pasado de la penumbra a la lobreguez, y las paredes y los rincones se confundían entre sombras indistintas. Pero desde donde yo estaba sentada podía ver la calle, y cuando pensaba en lo que iba a decirle a Francis, el cielo comenzó a enrojecerse y a brillar, como durante aquella noche que tan bien recordaba; y en el espacio que se abría entre las dos oscuras moles de casas apareció el horrible resplandor de las llamas: espeluznantes remolinos de nubes retorcidas, enormes abismos de fuego, masas grises como el vaho que se desprende de una ciudad humeante y una luz maligna brillando en las alturas con las lenguas del más ardiente fuego, y en la tierra, como un inmenso lago de sangre. Volví los ojos a mi hermano; las palabras apenas se formaban en mis labios, cuando vi su mano sobre la mesa.

Entre el pulgar y el índice tenía una marca, una pequeña mancha del tamaño de una moneda de seis peniques y el color de un moretón. Sin embargo, por algún sentido indefinible, supe que no era un golpe.

¡Ah!, si la carne humana pudiera arder en llamas, y si la llama fuese negra como la noche... sin pensamiento ni palabras, el horror me invadió al verlo, y en lo más profundo de mi ser comprendí que era un estigma. Durante algunos interminables segundos, el manchado cielo se oscureció como si se tratara de la medianoche, y cuando la luz volvió, me encontraba sola en la silenciosa habitación. Poco después, pude oír cómo salía mi hermano. A pesar de que ya era tarde, me puse el sombrero y fui a visitar al doctor Haberden, y en su amplio consultorio, mal iluminado por una vela que el doctor trajo consigo, con labios trémulos y voz vacilante pese a mi determinación, le conté todo lo que había sucedido desde el día en que mi hermano comenzó a tomar la medicina hasta la horrible marca que había descubierto hacía apenas media hora. Cuando terminé, el doctor me miró durante un momento con una expresión de gran compasión en su rostro.

-Mi querida señorita Leicester –dijo- usted se ha angustiado por su hermano; se preocupa mucho por él, estoy seguro , ¿no es así?
-Sí, me tiene preocupada -dije- Desde hace una o dos semanas no he estado tranquila.
-Muy bien. Ya sabe usted lo complicado que es el cerebro.
-Comprendo lo que quiere usted decir, pero no estoy equivocada. He visto con mis propios ojos todo lo que acabo de decirle.
-Sí, sí; por supuesto. Pero sus ojos habían estado contemplando ese extraordinario crepúsculo que tuvimos hoy. Es la única explicación. Mañana lo comprobará a la luz del día, estoy seguro. Pero recuerde que siempre estoy a su disposición para prestarle cualquier ayuda que esté a mi alcance. No dude en acudir a mí o mandarme llamar si se encuentra en un apuro.

Me marché intranquila, completamente confusa, llena de tristeza y temor, y sin saber que hacer. Cuando nos reunimos mi hermano y yo al día siguiente, le dirigí una rápida mirada y descubrí, con el corazón oprimido, que llevaba la mano derecha envuelta en un pañuelo. La mano en la que había visto aquella mancha de fuego negro.

-¿Qué tienes en la mano, Francis? -le pregunté con firmeza.
-Nada importante. Anoche me corté un dedo y me salió mucha sangre. Me lo vendé lo mejor que pude.
-Yo te lo curaré bien, si quieres.
-No, gracias, querida, esto bastará. ¿Qué te parece si desayunamos? Tengo mucha hambre.

Nos sentamos, y yo lo observaba. Comió y bebió muy poco. Le tiraba la comida al perro cuando creía que yo no miraba. Había una expresión en sus ojos que nunca le había visto; cruzó por mi mente la idea de que aquella expresión no era humana. Estaba firmemente convencida de que, por espantoso e increíble que fuese lo que había visto la noche anterior, no era una ilusión, ni era ningún engaño de mis sentidos agobiados, y, en el transcurso de la mañana, fui de nuevo a la casa del médico. El doctor Haberden movió la cabeza contrariado e incrédulo, y pareció reflexionar durante unos minutos.

-¿Y dice usted que continúa tomando la medicina? Pero, ¿por qué? Según tengo entendido, todos los síntomas de que se quejaba desaparecieron hace tiempo. ¿Por qué sigue tomando ese brebaje, si ya se encuentra bien? Y, a propósito, ¿dónde encargó que le prepararan la receta? ¿Con Sayce? Nunca envío a nadie allí; el anciano se está volviendo descuidado. Supongo que no tendrá usted inconveniente en venir conmigo a su casa; me gustaría hablar con él.

Fuimos juntos a la tienda. El viejo Sayce conocía al doctor Haberden, y estaba dispuesto a darle cualquier clase de información.

-Según tengo entendido, usted lleva varias semanas preparando esta receta mía al señor Leicester - dijo el doctor, entregándole al anciano un pedazo de papel.
-Sí -dijo-, y ya me queda muy poco. Es una droga muy poco común, y la he tenido embodegada durante mucho tiempo sin usarla. Si el señor Leicester continúa el tratamiento, tendré que encargar más.
-Por favor, déjeme ver el preparado -dijo Haberden.

El farmacéutico le dio un frasco. Haberden le quitó el tapón, olió el contenido y miró con extrañeza al anciano.

-¿De dónde sacó esto? -dijo-. ¿Qué es? Además, señor Sayce, esto no es lo que yo prescribí. Sí, sí, ya veo que la etiqueta está bien, pero le digo que ésta no es la medicina correcta.
-La he tenido mucho tiempo -dijo el anciano, aterrado-. Se la compré a Burbage, como de costumbre. No me la piden con frecuencia, y la he tenido desde hace algunos años. Como ve usted, ya queda muy poco.
-Sería mejor que me lo diera -dijo Haberden-. Me temo que ha habido una equivocación.

Nos marchamos de la tienda en silencio; el médico llevaba bajo el brazo el frasco envuelto en papel.

-Doctor Haberden -dije, cuando ya llevábamos un rato caminando.
-Sí -dijo él, mirándome sombríamente.
-Quisiera que me dijese qué ha estado tomando mi hermano dos veces al día durante poco más de un mes.
-Francamente, señorita Leicester, no lo sé. Hablaremos de esto cuando lleguemos a mi casa.

Continuamos caminando rápidamente sin pronunciar palabra, hasta que llegamos a su casa. Me pidió que me sentara, y comenzó a pasear de un extremo al otro de la habitación, con la cara ensombrecida por temores nada comunes.

-Bueno -dijo al fin-. Todo esto es muy extraño. Es natural que se sienta alarmada, y debo confesar que estoy muy lejos de sentirme tranquilo. Dejemos a un lado, se lo ruego, lo que usted me contó anoche y esta mañana, aunque persiste el hecho de que durante las últimas semanas el señor Leicester ha estado saturando su organismo con un preparado completamente desconocido para mí. Como le digo, eso no es lo que yo le receté. No obstante, está por ver qué contiene realmente este frasco.

Lo desenvolvió, vertió cautelosamente unos pocos granos de polvo blanco en un pedacito de papel y los examinó con curiosidad.

-Sí -dijo-. Parece sulfato de quinina, como usted dice; forma escamitas. Pero huélalo.

Me tendió el frasco, y yo me incliné a oler. Era un olor extraño, empalagoso, etéreo, irresistible, como el de un anestésico fuerte.

-Lo mandaré analizar -dijo Haberden-. Tengo un amigo que se dedica a la química. Después sabremos qué hacer. No, no; no me diga nada sobre la otra cuestión. No quiero escucharlo de momento. Siga mi consejo y procure no pensar más en eso.

Aquella tarde, mi hermano no salió como siempre después de la comida.

-Ya me he divertido lo suficiente -dijo con una risa extraña- y debo volver a mis viejas costumbres. Un poco de leyes será el descanso adecuado, tras una dosis tan sobrecargada de placer -sonrió para sí mismo. Poco después subió a su habitación. Su mano seguía vendada.

El doctor Haberden pasó por casa unos días más tarde.

-No tengo ninguna noticia especial para usted -dijo-. Chambers está fuera de la ciudad, así que no sé nada que usted no sepa sobre la sustancia. Pero me gustaría ver al señor Leicester, si está en casa.

-Está en su habitación -dije-. Le diré que está usted aquí.
-No, no; yo subiré. Quiero hablar con él con toda tranquilidad. Me atrevería a decir que nos hemos alarmado mucho por muy poca cosa. Al fin y al cabo, sea lo que sea, parece que ese polvo blanco le ha sentado bien.

El doctor subió, y, al pasar por el recibidor, lo oí llamar a la puerta, abrirse ésta, y cerrarse después. Estuve esperando en el silencio de la casa durante más de una hora, y la quietud se volvía cada vez más intensa. Oí arriba el ruido de una puerta que se abría vigorosamente, y el médico bajó. Sus pasos cruzaron el recibidor y se detuvieron ante la puerta. Respiré largamente y con dificultad, vi mi cara, en un espejo, demasiado pálida, mientras él volvía y se paraba en la puerta. Había un indecible horror en sus ojos; se sostuvo con una mano en el respaldo de una silla, su labio inferior temblaba como el de un caballo; tragó saliva y tartamudeó una serie de sonidos ininteligibles, antes de hablar.

-He visto a ese hombre -comenzó, en un áspero susurro-. Acabo de pasar una hora con él. ¡Dios mío! ¡Y estoy vivo y entero! Yo que me he enfrentado toda mi vida con la muerte y conozco las ruinas de nuestra fortaleza... ¡Pero eso no, Dios mío, eso no! -y se cubrió el rostro con las manos para apartar de sí alguna horrible visión. -No me mande llamar otra vez, señorita Leicester -dijo, recobrando un poco la compostura-. Nada puedo hacer ya por esta casa. Adiós.

Lo vi bajar las escaleras tembloroso, y cruzar la calzada en dirección a su casa. Me dio la impresión de que había envejecido diez años desde la mañana. Mi hermano permaneció en su habitación. Me dijo con voz apenas reconocible que estaba muy ocupado, que le gustaría que le dejara su comida afuera de la puerta, y que me hiciera cargo de los criados.

Desde aquel día, me pareció que el arbitrario concepto que llamamos tiempo había desaparecido para mí. Vivía con la continua sensación de horror, llevando a cabo mecánicamente la rutina de la casa, y hablando sólo lo imprescindible con los criados. De vez en cuando salía a pasear una hora o dos y luego volvía a casa. Pero tanto dentro como fuera, mi espíritu se detenía ante la puerta cerrada de la habitación de arriba, y, temblando, esperaba que se abriera.

He dicho que apenas me daba cuenta del tiempo, pero supongo que debieron transcurrir un par de semanas, desde la visita del doctor Haberden, cuando un día, después del paseo, regresaba a casa reconfortada con una sensación de alivio. El aire era dulce y agradable, y las formas vagas de las hojas verdes flotaban en la plaza como una nube; el perfume de las flores hechizaba mis sentidos. me sentía feliz y caminaba con ligereza. Cuando iba a cruzar la calle para entrar a casa, me detuve un momento a esperar que pasara un carro y miré por casualidad hacia las ventanas. instantáneamente se llenaron mis oídos de un fragor tumultuoso de aguas profundas y frias; el corazón me dio un vuelco y cayó en un pozo sin fondo, y me quedé sobrecogida de un terror sin forma ni figura.

Extendí ciegamente una mano en la oscuridad para no caer, mientras, las piedras temblaban bajo mis pies, perdían consistencia y parecían hundirse. En el momento de mirar hacia la ventana de mi hermano, se abrió la persiana, y algo dotado de vida se asomó a contemplar el mundo. No, no puedo decir si vi un rostro humano o algo semejante; era una criatura viviente con dos ojos llameantes que me miraron desde el centro de algo amorfo representando el símbolo y el testimonio de todo el mal y la siniestra corrupción. Durante cinco minutos permanecí inmóvil, sin fuerza, presa de la angustia, la repugnancia y el horror. Al llegar a la puerta, corrí escaleras arriba, hasta la habitación de mi hermano, y lo llamé.

-¡Francis, Francis! -grité-. Por el amor de Dios, contéstame. ¿Qué es esa bestia espantosa que tienes en la habitación? ¡Sácala, Francis, arrójala fuera de aquí!

Oí un ruido como de pies que se arrastraban, lentos y cautelosos, y un sonido ahogado, como si alguien luchara por decir algo. Después, el sonido de una voz, rota y apagada, pronunció unas palabras que apenas pude entender.

-Aquí no hay nada -dijo la voz-. Por favor, no me molestes. No me encuentro bien hoy.

Me volví, horrorizada pero impotente. Me preguntaba por qué me habría mentido Francis, pues había visto, aunque sólo fuera por un momento, la aparición aquella, demasiado nítida para equivocarme.

Me senté en silencio, consciente de que había sido algo más, algo que había visto en el primer instante de terror antes de que aquellos ojos llameantes se fijaran en mí. Y, súbitamente, lo recordé. Al mirar hacia arriba, las persianas se estaban cerrando, pero tuve tiempo de ver a aquella criatura, y al evocarla, comprendí que la imagen no se borraría jamás de mi memoria. No era una mano; no había dedos que sostuvieran el postigo, sino un muñón negro que la empujaba. El torpe movimiento de la pata de una bestia se había grabado en mis sentidos, antes de que aquella oleada de terror me arrojara al abismo. Me horroricé al recordar esto y pensar que aquella espantosa presencia vivía con mi hermano.

Subí de nuevo y lo llamé desesperadamente, pero no me contestó. Aquella noche, uno de los criados vino a mi y me contó con cierto recelo que hacía tres días que colocaba regularmente la comida junto a la puerta y después la retiraba intacta. La sirvienta había tocado, pero sin obtener respuesta; sólo oyó los mismos pies arrastrándose que yo había oído.

Pasaron los días, uno tras otro, y siguieron dejándole a mi hermano las comidas delante de la puerta y retirándolas intactas, y aunque llamé repetidamente a la puerta, no conseguí jamás que me contestara. La servidumbre quiso entonces hablar conmigo. Al parecer, estaban tan alarmados como yo. La cocinera dijo que, cuando mi hermano se encerró por vez primera en su habitación, ella empezó a oírle salir por la noche, y deambular por la casa; y una vez, según dijo, oyó abrirse la puerta del recibidor, y cerrarse después. Pero hacía varias noches que no oía ruido alguno. Por último, la crisis se desencadenó; fue en la penumbra del atardecer. El salón donde me encontraba se fue poblando de tinieblas, cuando un alarido terrible desgarró el silencio y oí unos precipitados pasos escabullirse por la escalera.

Aguardé, y un segundo después irrumpió la doncella en el cuarto y se quedó delante de mí, pálida y temblorosa.

-¡Oh, señorita Helen! -murmuró-. ¡Por Dios, señorita Helen! ¿Qué ha pasado? Mire mi mano, señorita, ¡mire esta mano!

La conduje hasta la ventana, y vi una mancha húmeda y negra en su mano.

-No te comprendo -dije-. ¿Quieres explicarte?
-Estaba arreglando su habitación hace un momento -comenzó-. Estaba cambiando las sábanas, y de repente me cayó en la mano algo mojado; miré hacia arriba y vi que era el techo, que estaba negro y goteaba justo encima de mí.

Primero la miré con severidad y luego me mordí los labios.

-Ven conmigo -dije-. Trae tu vela.

La habitación donde yo dormía estaba debajo de la de mi hermano, y al entrar sentí que yo temblaba también. Miré el techo; en él había una mancha negra y húmeda, que goteaba persistente sobre un charco horrible que empapaba la blanca ropa de mi cama. Me lancé escaleras arriba y toqué con fuerza la puerta.

-¡Francis, Francis, hermano mío! ¿Qué te ha pasado?

Me puse a escuchar. Hubo un sonido ahogado; luego, un gorgoteo y un vómito, pero nada más. Llamé más fuerte, pero no contestó. A pesar de lo que el doctor Haberden había dicho, fui a buscarlo. Le conté, con los ojos arrasados en lágrimas, lo que había sucedido, y él me escuchó con una expresión de dureza en el semblante.

-En recuerdo de su padre -dijo finalmente-, iré con usted, aunque nada puedo hacer por él.

Salimos juntos; las calles estaban oscuras, silenciosas y densas por el calor y la sequedad de varias semanas. Bajo los faroles de gas, el rostro del doctor se veía blanco. Cuando llegamos a casa, le temblaban las manos. No dudamos, sino que subimos directamente. Yo sostenía la lámpara y él llamó con voz fuerte y decidida:

-Señor Leicester, ¿me oye? Insisto en verlo. Conteste de inmediato.

No hubo respuesta, pero los dos oímos aquel gorgoteo que ya he mencionado.

-Señor Leicester, estoy esperando. Abra la puerta en este instante, o me veré obligado a echarla abajo -dijo. Y llamó una tercera vez, con una voz que hizo eco por todo el edificio-: ¡Señor Leicester! Por última vez, le ordeno abrir la puerta.
-¡Ah! -exclamó, después de unos pesados momentos de silencio-, estamos perdiendo el tiempo. ¿Sería tan amable de proporcionarme un atizador o algo parecido?

Corrí a una pequeña habitación donde guardábamos las cosas viejas y encontré una especie de azadón que me pareció le serviría al doctor.

-Muy bien -dijo-, esto funcionará. ¡Pongo en su conocimiento, señor Leicester -gritó por el ojo de la cerradura-, que voy a destrozar la puerta!

Luego comenzó a descargar golpes con el azadón, haciendo saltar la madera en astillas. De pronto, la puerta se abrió con un grito espantoso de una voz inhumana que, como un rugido monstruoso, brotó inarticuladamente en la oscuridad.

-Sostenga la lámpara -dijo entonces el doctor.

Entramos y miramos rápidamente por toda la habitación.

-Ahí está -dijo el doctor Haberden, dejando escapar un suspiro-. Mire, en ese rincón.

Sentí una punzada de horror en el corazón. En el suelo había una masa oscura y pútrida, hirviendo de corrupción y espantosa podredumbre, ni líquida ni sólida, que se derretía y se transformaba ante nuestros ojos con un gorgoteo de burbujas oleaginosas. Y en el centro brillaban dos puntos llameantes, como dos ojos. Y vi, también, cómo se sacudió aquella masa en una contorsión temblorosa, y cómo trató delevantarse algo que bien podía ser un brazo. El doctor avanzó, alzó el azadón y descargó un golpe sobre los dos puntos brillantes; y golpeó una y otra vez, enfurecido. Finalmente reinó el silencio.

Un par de semanas más tarde, cuando ya me había recobrado de la terrible impresión, el doctor Haberden vino a visitarme.

-He traspasado mi consultorio -comenzó-. Mañana emprendo un largo viaje por mar. No sé si volveré a Inglaterra algún día; es muy probable que compre un pequeño terreno en California y me quede allí el resto de mi vida. Le he traído este sobre, que usted podrá abrir y leer cuando se sienta con fuerza y valor para ello. Contiene el informe del doctor Chambers sobre la muestra que le remití. Adiós, señorita, adiós.

En cuanto se marchó, abrí el sobre y leí los papeles. No podía esperar. Aquí está el manuscrito, y, si me lo permiten, les leeré la asombrosa historia que narra:

...Mi querido Haberden -comenzaba la carta-: Le pido mil perdones por haberme retrasado en contestar su pregunta sobre la sustancia blanca que me envió. A decir verdad, he dudado un tiempo sobre qué determinación tomar, pues hay tanto fanatismo y ortodoxia en las ciencias físicas como en la teología, y sabía que si yo me decidía a contarle la verdad, podría ofender prejuicios que alguna vez me fueron caros. No obstante, he decidido ser sincero con usted, así que, en primer lugar, permítame entrar en una breve aclaración personal.

Usted me conoce, Haberden, desde hace muchos años, como un escrupuloso hombre de ciencia. Usted y yo hemos hablado a menudo de nuestras profesiones, y hemos discutido el abismo insondable que se abre a los pies de quienes creen alcanzar la verdad por caminos que se aparten de la vía ordinaria de la experiencia y la observación de la materia. Recuerdo el desdén con que me hablaba usted una vez de aquellos científicos que han escarbado un poco en lo oculto y han insinuado tímidamente que tal vez, después de todo, no sean los sentidos la frontera eterna e impenetrable de todo conocimiento, el inmutable límite, más allá del cual ningún ser humano ha llegado jamás. Nos hemos reído cordialmente, y creo que con razón, de las tonterías del ocultismo actual, disfrazado bajo nombres diversos: mesmerismos, espiritualismos, materializaciones, teosofías, y toda la complicada infinidad de imposturas, con su maquinaria de trucos y conjuros, que son la verdadera armazón de la magia que se ve por las calles londinenses. Con todo, a pesar de lo que le he dicho, debo confesarle que no soy materialista, tomando este término en su acepción más común. Hace muchos años me convencí -me he convencido a pesar de mi anterior escepticismo-, de que mi vieja teoría de la limitación es absoluta y totalmente falsa.

Quizá esta confesión no le sorprenda en la misma medida en que le hubiera sorprendido hace veinte años, pues estoy seguro de que no habrá dejado de observar que, desde hace algún tiempo, ciertas hipótesis han sido superadas por hombres de ciencia que no son nada menos que trascendentales; y me temo que la mayor parte de los modernos químicos y biólogos famosos no dudarían en suscribir el díctum de la vieja escolástica, Omnía exeunt ín mysterium, que significa que toda rama del saber humano, si nos remontamos a sus orígenes y primeros principios, se desvanece en el misterio. No tengo por qué agobiarlo ahora con una relación detallada de los dolorosos pasos que me han conducido a mis conclusiones.

Unos cuantos experimentos de lo más simple me dieron motivo para dudar de mi propio punto de vista, el tren de pensamiento que surgió en aquellas circunstancias relativamente paradójicas, me llevó lejos. Mi antigua concepción del universo se ha venido abajo; estoy en un mundo que me resulta tan extraño y temible como las interminables olas del océano a los ojos de quien lo contempla por primera vez desde Darién. Ahora sé que los límites de los sentidos, que resultaban tan impenetrables que parecían cerrarse en el cielo y hundirse en unas tinieblas de profundidad inalcanzable no son las barreras tan inexorablemente herméticas que habíamos pensado, sino velos finísimos y etéreos que se deshacen ante el investigador y se disipan como la neblina matinal de los riachuelos. Sé que usted no adoptó jamás una postura extremadamente materialista; usted no trató de establecer una negación universal, pues su sentido común lo apartó de tal absurdo. Pero estoy convencido de que encontrará lo que digo extraño y repugnante a su habitual forma de pensar. No obstante, Haberden, lo que digo es cierto; y en nuestro lenguaje común, se trata de la verdad única y científica, probada por la experiencia. Y el universo es más espléndido y más terrible de lo que imaginábamos.

El universo entero, mi amigo, es un tremendo sacramento, una fuerza, una energía mística e inefable, velada por la forma exterior de la materia. Y el hombre, y el sol, y las demás estrellas, la flor, y la yerba, y el cristal del tubo de ensayo, todos y cada uno, son tanto materiales como espirituales y están sujetos a una actividad interior.

Probablemente se preguntará usted, Haberden, adónde voy con todo esto; pero creo que una pequeña reflexión podrá aclararlo. Usted comprenderá que, desde semejante punto de vista, cambia la concepción entera de todas las cosas, y lo que nos parecía increíble y absurdo podría ser posible. En resumen, debemos mirar con otros ojos la leyenda y las creencias, y estar preparados para aceptar hechos que se habían convertido en fábulas. En verdad, esta exigencia no es excesiva. Al fin y al cabo, la ciencia moderna admite hipócritamente muchas cosas. Es cierto que no se trata de creer en la brujería, pero ha de concederse cierto crédito al hipnotismo; los fantasmas están pasados de moda, pero aún hay mucho que decir sobre la teoría de la telepatía. Póngale un nombre griego a una superstición y crea en ella, y será casi un proverbio.

Hasta aquí mi aclaración personal. Ahora bien, usted me envió un frasco tapado y sellado, que contenía una pequeña cantidad de un polvo blanco y escamoso, y que cierto farmacéutico proporcionó a uno de sus pacientes. No me sorprende que usted no haya conseguido ningún resultado en sus análisis. Es una sustancia que hace muchos cientos de años cayó en el olvido y que es prácticamente desconocida hoy en día. Jamás hubiera esperado que me llegara de una farmacia moderna. Al parecer, no hay ninguna razón para dudar de la veracidad del farmacéutico.

Efectivamente, como dice, pudo comprar en un almacén las sales que usted prescribió; y es muy posible también que permanecieran en su estante durante veinte años, o tal vez más. Aquí comienza a intervenir lo que llamamos azar o casualidad: durante todos estos años, las sales de esa botella han estado expuestas a ciertas variaciones periódicas de temperatura; variaciones que probablemente oscilan entre los cinco y los 30 grados centígrados. Y, por lo que se aprecia, tales alteraciones, repetidas año tras año durante períodos irregulares, con distinta intensidad y duración, han provocado un proceso tan complejo y delicado que no sé si un moderno aparato científico, manejado con la máxima precisión, podría producir el mismo resultado. El polvo blanco que usted me ha enviado es algo muy diferente del medicamento que usted recetó; es el polvo con que se preparaba el Vino Sabático, el Vínum Sabbati.

Sin duda habrá leído usted algo sobre los aquelarres de las brujas, y se habrá reído de los relatos que hacían temblar a nuestros mayores: gatos negros, escobas y maldiciones formuladas contra la vaca de alguna pobre vieja. Desde que descubrí la verdad, he pensado a menudo que, en general, es una gran suerte que se crea en todas estas supercherías, pues de este modo se ocultan muchas otras cosas que es preferible ignorar. No obstante, si se toma la molestia de leer el apéndice a la monografía de Payne Knight encontrará que el verdadero sabbath era algo muy diferente, aunque el escritor haya felizmente callado ciertos aspectos que conocía muy bien. Los secretos del verdadero sabbath datan de tiempos muy remotos, y sobrevivieron hasta la Edad Media. Son los secretos de una ciencia maligna que existía muchísimo antes de que los arios entraran en Europa.

Hombres y mujeres, seducidos y sacados de sus hogares con pretextos diversos, iban a reunirse con ciertos seres especialmente calificados para asumir con toda justicia el papel de demonios. Estos hombres y estas mujeres eran conducidos por sus guías a algún paraje solitario y despoblado, tradicionalmente conocido por los iniciados y desconocido para el resto del mundo. Quizá a una cueva, en algún monte pelado y barrido por el viento, o a un recóndito lugar, en algún bosque inmenso. Y allí se celebraba el sabbath. Allí, a la hora más oscura de la noche, se preparaba el Vinum Sabbati, se llenaba el cáliz diabólico hasta los bordes y se ofrecía a los neófitos, quienes participaban de un sacramento infernal; sumentes caficem principis inferorum, como lo expresa muy bien un autor antiguo. Y de pronto, cada uno de los que habían bebido se veía atraído por un acompañante (mezcla de hechizo y tentación ultraterrena) que lo llevaba aparte para proporcionarle goces más intensos y más vivos que los del ensueño, mediante la consumación de las nupcias sabáticas.

Es dificil escribir sobre estas cosas, principalmente porque esa forma que atraía con sus encantos no era una alucinación sino, por espantoso que parezca, el hombre mismo. Debido al poder del vino sabático -unos pocos granos de polvo blanco disueltos en un vaso de agua-, la morada de la vida se abría en dos, disolviéndose la humana trinidad, y el gusano que nunca muere, el que duerme en el interior de todos nosotros, se transformaba en un ser tangible y externo, y se vestía con el ropaje de la carne. Y entonces, a la medianoche, se repetía y representaba la caída original, y el ser espantoso oculto bajo el mito del Árbol del Bien y del Mal era nuevamente engendrado.

Tales eran las nuptiae sabbati. Prefiero no decir más. Usted, Haberden, sabe, tan bien como yo que no pueden infringirse impunemente las leyes más triviales de la vida, y que un acto tan terrible como éste, en el que se abría y profanaba el santuario más íntimo del hombre, era seguido de una venganza feroz. Lo que comenzaba con la corrupción, terminaba también con la corrupción...

Debajo está lo siguiente, escrito por el doctor Haberden:

...Por desgracia, todo esto es estricta y totalmente cierto. Su hermano me lo confesó todo la mañana en que estuve con él. Lo primero que me llamó la atención fue su mano vendada, Y lo obligué a que me la enseñara. Lo que vi yo, un hombre de ciencia, me puso enfermo de odio. Y la historia que me vi obligado a escuchar fue infinitamente más espantosa de lo que habría sido capaz de imaginar. Hasta me sentí tentado a dudar de la Bondad Eterna, que permite que la naturaleza ofrezca tan abominables posibilidades.

Y si no hubiera visto usted el desenlace con sus propios ojos, le habría pedido que no diera crédito a nada de todo esto. A mí no me quedan más que unas semanas de vida, pero usted es joven, y quizá pueda olvidarlo.

Dr. Joseph Haberden.

El pueblo blanco: Arthur Machen



El Pueblo Blanco (The White People) es un clásico relato de terror del escritor galés Arthur Machen. Fue escrito en 1890 y publicado en 1904; pero recién el 1906 alcanzaría cierto reconocimiento, al aparecer en una de las primeras antologías de horror de Arthur Machen: The House of Souls.

El Pueblo Blanco es un relato bastante extenso, que comienza con el debate entre dos hombres sobre la naturaleza del mal. El diálogo desemboca en la revelación de un extraño manuscrito: El Libro Verde. En realidad se trata de un diario escrito por una joven, quien es iniciada en por su dama de compañía en los secretos de la magia ritual. Dentro de este diario surgen palabras como: Xu, Ninfas, Ceremonia Escarlata, Voolas; y demás residuos mitológicos; oportunamente vertidos por Arthur Machen. Casi insospechadamente, el manuscrito se convierte en un relato apasionante; rebosante de suspenso e insinuaciones de brujería.

Arthur Machen era un estudioso del ocultismo; un hombre que había analizado y catalogado muchas obras esotéricas. Dentro de El Pueblo Blanco aparecen toda clase de referencias a términos místicos; pero dentro de un contexto sólido, de absoluta verosimilitud. También hay que decir que la terminología del cuento fue decorada con impresiones imaginativas del propio Machen, como el lenguaje secreto de Aklo, que luego será recogido por el ingenio de H.P. Lovecraft.

Pero es en la construcción y en la prosa magnífica de Arthur Machen donde podemos encontrar una de las cumbres del relato de terror, o del relato fantástico. Las partes de El Pueblo Blanco dedicados al Libro Verde son fundamentales para entender las posibilidades estéticas del cuento sobrenatural.

La colina de los sueños: Arthur Machen



La colina de los sueños (The Hill of Dreams) es una novela del escritor galés Arthur Machen, escrita entre 1895 y 1897, y publicada en 1907.

Arthur Machen, místico que perteneció a la Orden Hermética del Alba Dorada (Golden Down), y autor de obras notables como El gran dios Pan (The Great God Pan), El libro verde (The Green Book) o El pueblo blanco (The White People), nos presenta una de las autobiografías más formidables que se hayan escrito, justamente porque lo biográfico y lo fantástico se equilibran de un modo inédito para el género.

La novela narra la vida de Lucian Taylor, un joven imaginativo de Caerleon, en la verde campiña de Gales. La colina de los sueños del título es, en realidad, un viejo fuerte romano donde Lucian experimenta intensas visiones sensuales y voluptuosas, casi oníricas, que le permiten trascender las barreras del tiempo y el espacio, y, por ejemplo, conocer las vicisitudes de su pueblo en la época de la ocupación romana de britania.

Tal como lo describe Robert Graves en La Diosa Blanca (The White Godess), en donde se señala que los escritores visionarios a menudo son víctimas de la Diosa, es decir, que se arrojan hacia la potencia creativa sin medir las consecuencias, Lucian transita una vida de carencias y austeridad, en donde la narrativa se alza como el único medio que justifica su existencia.

H.P. Lovecraft, hombre que admiraba el estilo decadente así como la prosa de Arthur Machen, nos ha dejado un breve comentario sobre La colina de los sueños en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature):


...por encima de todo tenemos la memorable epopeya de una mente estética y sensible titulada La colina de los sueños (The Hill of Dreams), donde el joven héroe responde a la magia de los personajes en la antigua Gales -terruño del autor- y vive una existencia onírica en la ciudad romana de Isca Silurum, antiguo sitial donde ahora descansa el pueblo de Caerleonon-Usk, pleno de reliquias. Arthur Machen, con la susceptibilidad de su herencia celta unida a los intensos recuerdos de las colinas salvajes, los bosques arcaicos y las enigmáticas ruinas de los campos de Gwent, ha desarrollado una imaginación de rara belleza, intensidad y trasfondo histórico. Lleva, en la sangre el misterio medieval de los bosques sombríos y las antiguas costumbres, y es un enamorado de la Edad Media en todos sus aspectos, incluyendo la fe católica. Asimismo, se ha rendido al encanto de la vida en la antigua Britania Romana que floreció en su región natal; y encuentra extrañas magias en los recintos fortificados, los pavimentos de mosaico, fragmentos de estatuas y otras reliquias que recuerdan los días en que imperaba el clasicismo y el latín era el idioma del país...

Fuera de la tierra: Arthur Machen



Fuera de la Tierra (Out of the Earth) es un relato fantástico del escritor galés Arthur Machen. Algunos lo han traducido como De las profundidades de la tierra; aunque nosotros preferimos aferrarnos al título original en inglés.

Se trata de un relato muy extraño, casi una validación literaria de Arthur Machen a su leyenda de los Ángeles de Mons.

Sería oportuno indagar en los detalles que animaron este cuento de Arthur Machen, pero hacerlo significaría una disección innecesaria del relato y, como ya saben, nuestras introducciones pretender ser lo menos quirúrgicas posibles. Razón por la cual, sólo diremos que Fuera de la tierra narra las misteriosas apariciones de un grupo de niños fantasmales en las costas de Gales; cuyas incursiones suelen ser precedidas por toda clase de blasfemias e imprecaciones.

El lector profundizado en la literatura de Arthur Machen seguramente apreciará con mayor intensidad este relato, y aquellos que no conozcan demasiado sobre este extraordinario maestro del cuento fantástico, quizás se vean estimulados a investigar sobre él.



Fuera de la Tierra.

Out of the Earth; Arthur Machen (1863-1947)

Durante agosto hubo una confusa queja acerca de la mala conducta de los niños en ciertos balnearios de Gales. Semejantes informes son sumamente difíciles de rastrear; y nadie tiene mejor razón que yo para saberlo. No necesito recorrer el ancestral suelo galés; pero temo que en estas fechas mucha gente desearía no haber oído nunca mi nombre.

Por otra lado, un considerable número de personas están preocupadas seriamente, desde mi punto de vista, por mi bienestar. Me escriben cartas, algunas con amables censuras, rogándome que no prive a las pobres almas enfermas del pequeño consuelo que encuentran en medio de sus penas. Otros me envían folletos izquierdistas; los demás son violenta y anónimamente injuriosos. Y además, con escritura espaciada, en hermosa forma de libro, el señor Begbie se ha enfrentado a mí, en mi opinión, severamente.

De mi parte, todo era completamente inocente, más bien casual. Yo, que en prosa soy un pardillo, no hice sino expresar mi insignificante lamento en el Evening News, porque así lo quise, pues sentía que la historia de Los arqueros debía ser contada. Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de fantasmas es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura; pero pensé que, de todos modos, a nadie perjudicaría que yo atestiguara, a la manera del arte fantástico, mi creencia en la heroica gesta de las huestes inglesas que regresaron de Mons tras combatir y vencer.

De un modo u otro, fue como si hubiera pulsado un botón y puesto en funcionamiento un terrible y complicado mecanismo de rumores que se pretendían auténticos, de murmuraciones que se las daban de evidentes, de extravagantes disparates, en los que la buena gente creía. El supuesto testimonio de esa hija de un canónigo muy conocido tomó por asalto las revistas parroquiales, e igualmente disfrutó de la confianza de los eclesiásticos disidentes. La hija negó saber algo del asunto, pero la gente todavía citaba sus supuestas palabras; y las publicaciones se enredaban con los relatos, probablemente verídicos, de las angustiosas alucinaciones y delirios de nuestros soldados en retirada, hombres fatigados y destruidos hasta el borde de la muerte. Todo resultó peor que los mitos rusos, y como en las fábulas rusas, parecía imposible seguir el curso del engaño hasta su fuente.

Y eso ocurrirá, en mi opinión, con este extraño asunto de los impertinentes niños de una ciudad galesa de la costa, o mejor de un grupo de pueblos situados en determinada región o comarca que no voy a precisar tanto como quisiera, pues amo a este país y mis recientes experiencias con Los arqueros me han enseñado que ningún cuento es demasiado fútil para ser creído. Y, por supuesto, para empezar nadie sabía cómo se originó este extraño y malicioso chisme. Que yo sepa, se parece más a los mitos rusos que el cuento de Los ángeles de Mons. Es decir, el rumor precedió a la impresión; se habló del asunto y pasó de una carta a otra mucho antes de que los periódicos advirtieran su existencia. Y -aquí se asemeja bastante al incidente de Mons- Londres y Manchester, Leeds y Birmingham murmuraron cosas desagradables mientras los pequeños pueblos implicados disfrutaban inocentemente de una prosperidad desacostumbrada.

En esta última circunstancia, como creen algunos, hay que buscar el fundamento. Es sabido que ciertas ciudades de la costa este padecieron el terror de los ataques aéreos, y que una buena parte de sus visitantes usuales se dirigieron al oeste. Así pues, existe la teoría de que la costa este fue lo bastante ruin como para divulgar rumores contra el oeste por pura malicia. Puede que así sea; no pretendo saberlo. Pero ahí va una experiencia personal, que ilustra la forma en que se divulgó el rumor. Estaba yo un día almorzando en mi taberna de Fleet Street -a comienzos de julio- cuando entró un amigo mío, abogado de la firma Serjeants Inn, y se sentó a mi mesa. Empezamos a hablar de las vacaciones y mi amigo Eddis me preguntó adónde pensaba ir.

-Al mismo lugar de siempre -dije.
-¿De veras? -dijo el jurista-. Pensé que la costa había dejado de gustar. Mi esposa tiene un amigo que ha oído decir que no es ni mucho menos lo que era.

Me asombró oír eso, pues no entendía que una ciudad como Manavon pudiera dejar de gustar. La había conocido durante diez años, habiéndome alojado en ella en mis veinte visitas, y no podía creer que hubieran surgido alborotos en las casas de huéspedes desde agosto de 1914. No obstante, hice una pregunta a Eddis:

-¿Turistas? -lo pregunté sabiendo, en primer lugar, que los turistas odian los lugares solitarios, tanto en el campo como en la playa; en segundo lugar, que no había ciudades industriales a una distancia asequible y cómoda, y, en tercer lugar, que los ferrocarriles no expedían billetes de ida y vuelta durante la guerra.
-No, no exactamente turistas -replicó el abogado-. Pero el amigo de mi esposa conoce a un clérigo que afirma que la playa de Tremaen no es ahora en modo alguno agradable, y Tremaen está sólo a unas cuantas millas de Manavon, ¿no es así?
-¿De qué forma no es agradable? -proseguí con mi interrogatorio-.

¿Payasos, ferias y esa clase de cosas? Pienso que no puede ser así, ya que las solemnes rocas de Tremaen convertirían en piedra al más animado Pierrot. Se quedaría inmóvil sobre la playa, y las gaviotas se llevarían su canción y la convertirían en un lamento a través de las solitarias y resonantes cavernas que miran hacia Avalon. Eddis dijo que no había oído nada acerca de los feriantes, pero tenía entendido que desde la guerra los niños del distrito estaban completamente fuera de control.

-Palabrotas, ya sabe -dijo-, y todo ese género de cosas, peores que los niños de los suburbios de Londres. Nadie desea que su esposa e hijos escuchen conversaciones groseras, mucho menos durante sus vacaciones. Y se dice que Castell Coch está verdaderamente imposible; ninguna mujer decente se dejaría ver por allí.
-Realmente es una pena -dije yo, y cambié de tema.

Pero no podía entenderlo del todo. Conocía bien Castell Coch: una pequeña bahía, rodeada de dunas y acantilados de arena roja repletos de verdor. Una corriente de agua fría desciende hasta el mar; allí se encuentran el castillo Norman en ruinas, la antigua iglesia y la dispersa aldea; en conjunto es un lugar pacífico, tranquilo y de gran belleza.

Allí la gente, tanto los niños como los adultos, no es simplemente amable, sino atenta. No había creído los chismes del jurista; por mucho que lo intentase no podía comprender lo que insinuaba. Y, para evitar cualquier misterio innecesario, puedo añadir que tanto mi esposa como mi hijo y yo mismo fuimos el pasado agosto a Manavon y pasamos unas deliciosas vacaciones. Entonces no fuimos conscientes, por supuesto, de ningún tipo de molestia o desavenencia. Después, lo confieso, me contaron una historia que me desconcertó y todavía me desconcierta, y esta historia, si la aceptamos, puede proporcionar su propia interpretación a una o dos circunstancias que en sí mismas parecían completamente insignificantes.

Pero durante todo julio encontré perversos rumores que afectaban a este grato rincón de la tierra. Algunos coincidían con los chismes de Eddis; otros ampliaban su vaga historia y la precisaban aún más. Por supuesto, no se disponía de ninguna prueba. En estos casos nunca existen pruebas. Pero A conocía a B, que había oído decir a C que la hija menor de su primo segundo había sido atacada y golpeada por una pandilla de jóvenes salvajes galeses. Luego, la gente mencionó a un doctor con una numerosa clientela en una ciudad muy conocida de las Midlands, en el sentido de que Tremaen era una cloaca de depravación juvenil. Opinaban que la prueba de un médico responsable era terminante y convincente; pero no se molestaron en averiguar quién era el doctor, ni siquiera si había algún doctor relacionado con la cuestión. Entonces el asunto comenzó a aparecer en los periódicos de forma indirecta. La gente mencionó el caso de estos imaginarios niños traviesos en apoyo de sus opiniones en materia de educación.

Alguien dijo que estos desgraciados pequeños se habrían portado bien si no hubieran tenido ningún tipo de educación; la oposición declaró que la permanencia en la escuela los reformaría, transformándolos en ciudadanos admirables. Luego, los pobres niños del condado de Arfon parecieron verse envueltos en disputas acerca de la separación de la Iglesia y el Estado en Gales y la cuestión minera; y todo el tiempo se preocuparon de comportarse cortés y admirablemente como siempre hacían. Supe todo el tiempo que todo era un disparate, pero no pude comprender en lo más mínimo lo que quería decir, ni quién movía los hilos del rumor. Empecé a pensar si la presión, la ansiedad y la tensión de una terrible guerra no habrían desquiciado a la opinión pública, de manera que estuviera dispuesta a creer cualquier fábula, a discutir los motivos de unos sucesos que nunca habían ocurrido. Finalmente empezaron las murmuraciones acerca de cosas del todo increíbles: los niños visitantes no solamente habían sido golpeados, sino también torturados; un chico fue encontrado empalado con una estaca en un campo solitario cercano a Manavon; otro niño había sido incitado con engaño a despeñarse por los acantilados de Castell Coch. Un periódico de Londres envió discretamente a Arfon a un competente investigador. Estuvo ausente una semana, y al final de ese período volvió a su oficina y, en sus propias palabras, -echó por tierra toda la historia-. No existía una sola palabra de verdad, dijo, en ninguno de esos rumores. Nunca había visto un país tan hermoso; jamás encontró hombres, mujeres y niños más agradables; no había ni un solo caso de enfado o inquietud en ninguna de sus formas.

Sin embargo, la historia siguió creciendo, haciéndose cada vez más monstruosa e increíble. Yo estaba demasiado ocupado en observar el avance de mi propio monstruo mitológico para prestarle atención. El secretario del ayuntamiento de Tremaen, al que finalmente alcanzó la leyenda, escribió una breve carta a la prensa negando que existiera la más mínima base para los desagradables rumores, y casi por aquella fecha fuimos nosotros a Manavon y, como dije antes, lo disfrutamos. El tiempo fue perfecto: azules paradisíacos en el cielo, el mar todo un prodigio reluciente, con verdes oliva y esmeraldas, violetas vivos y zafiros cristalinos alternando entre las rocas; y a lo lejos una confusión de mágicas luces y colores en la confluencia de mar y cielo.

El trabajo y la preocupación me acosaban; no encontré nada mejor que detenerme junto a la costa repleta de tomillo, donde hallaba alivio y descanso infinitos en la gran extensión de mar frente a mí y en las minúsculas flores a mi lado. O nos quedábamos toda la tarde en un alto sobre los acantilados grises, observando la marea al encresparse entre las rocas, y escuchando su bramido en las cuevas del fondo. Más tarde, hubo una o dos cosas que me sobrecogieron.

Pero entonces no les hice caso. Ves pasar a un hombre con un extraño sombrero blanco y piensas muy poco o nada en él. Después, cuando te enteras de que un hombre que llevaba un sombrero así ha cometido un asesinato en una calle próxima cinco minutos antes, descubres en ese sombrero un cierto interés e importancia. Extraños niños fue la frase utilizada por mi hijo pequeño; y empecé a pensar que verdaderamente eran extraños.

Si existe alguna explicación de todo este turbio asunto, creo que debe buscarse en una conversación que sostuve no hace mucho con un amigo mío llamado Morgan. Como buen galés es un soñador, y algunos dicen que parece un niño que todavía no ha madurado. Aunque no lo supe mientras permanecí en Manavon, mi amigo pasó sus vacaciones en Castell Coch. Era un hombre solitario, amante de los sitios solitarios, y cuando nos vimos en otoño me contó que solía ir, día tras día, a un lejano promontorio en la costa conocido por el Campamento Viejo, llevando en una cesta su pan con queso y su cerveza. Allí, por encima de las aguas, hay impresionantes y enormes murallas cubiertas de césped, así como defensas redondeadas y pulidas por el transcurso de varios millares de años. En un extremo de este lugar tan antiguo existe un túmulo, una torre de observación quizás, y debajo el verde y engañoso foso parece finalizar en el centro del campo, cuando en realidad se precipita hacia las escarpadas rocas y el precipicio sobre las aguas.

A este lugar venía Morgan, según dijo, a soñar con Avalon, a purificarse de la fuliginosa corrupción de las calles.

Y así, según me contó, una tarde, mientras dormitaba y soñaba, abriendo los ojos de vez en cuando para admirar el milagro y la magia del mar, mientras escuchaba los innumerables murmullos de las olas, su meditación fue interrumpida pavorosamente por un repentino estallido de horribles y estridentes gritos, acompañados de gritos infantiles, pero de niños de la peor especie. Morgan dice que se echó a temblar con sólo oírlos. -Eran para el oído lo que el légamo para el tacto- dijo. Luego identificó las palabras: todas las groserías y obscenidades posibles del vocabulario; blasfemias que ponían el grito en el cielo, para luego sumergirse en las puras y radiantes profundidades, desafiándolas. Morgan estaba asombrado. Miró con atención la verde muralla de la fortaleza y vio en el fondo un enjambre de repulsivos niños, pequeñas y horribles criaturas con caras de viejo, rostros de ojos hundidos y lascivos. Era peor que destapar una nido de serpientes o una madriguera de gusanos.

No; no llegó a describir lo que eran en realidad.

-Lea usted lo de Bélgica -dijo Morgan- y piense que no podían tener más de cinco o seis años.

No hubo infamia, dijo, que no perpetraran, ni crueldad que escatimaran.

-Vi correr la sangre a raudales, mientras ellos se reían a carcajadas, pero después no pude hallar ni rastro de ella en la hierba.

Morgan dijo que los observó sin hablar; fue como si una mano lo amordazara. Al fin recuperó su voz y les chilló, y ellos estallaron en obscenas carcajadas, devolviéndole los gritos y desapareciendo de su vista. No pudo seguirlos; supone que se ocultaron entre los espesos helechos por detrás del Campamento Viejo.

-A veces no puedo entender a mi casero de Castell Coch -prosiguió Morgan-. Es el administrador de correos del pueblo y tiene una granja propia: una especie de tipo corriente, honrado y agradable. Pero a veces habla extrañamente. Iba a contarle lo de esos niños bestiales y a preguntarle quiénes podían ser, cuando empezó a hablar en galés, algo así como la lucha generacional de siempre; y la gente se deleita con ella.

Morgan no añadió nada más; era evidente que no había entendido nada.

Pero este extraño relato suyo me recordó un par de circunstancias extrañas que había observado: el caso de nuestro pequeño que se extravió más de una vez y anduvo perdido entre las dunas, y que regresó horriblemente asustado, gritando y balbuceando algo acerca de extraños niños. Entonces no le prestamos atención; no nos preocupaba, creo yo, si era o no cierto que algunos niños vagaban por las dunas. Estábamos acostumbrados a sus pequeñas fantasías.

Pero después de oír la historia de Morgan me volvió a interesar el asunto y escribí a mi amigo el anciano doctor Duthoit, de Hereford. Su respuesta fue la siguiente:

-Sólo los pueden ver y oír los niños y los inocentes. He aquí la explicación a lo que le desconcertó al principio: cómo surgieron los rumores. Surgieron de los chismes infantiles, de residuos y sobras del habla semiarticulada de los niños, de los horrores que no entendían, de palabras que avergonzaban a sus niñeras y a sus madres.

-Esta gente pequeña sale del interior de la tierra y disfruta de nuestra época. Pues, como dijo el galés, se alegran cuando saben que los hombres siguen su propio camino.